miércoles, 23 de marzo de 2011

Cuestión de carácter


Conozco a la mujer con el peor carácter del mundo. Sí, la conozco. No puedo decir que se encuentre entre mis amigos, pero la conozco. Y tiene ese carácter porque no ha sabido crecer. Porque sigue anclada en sus quince años, porque le falta madurez, porque nadie nunca la ha puesto en su sitio y porque en realidad a nadie le importa cómo sea.
Y eso ella lo sabe, y por eso tiene el peor carácter del mundo. Porque sabe que no tiene solución, que su personalidad aparta a la gente de ella, pero no sabe cómo cambiar eso. No sabe cambiar porque le sobra soberbia. Y le falta seguridad en sí misma.
Está llena de complejos, y por eso es la persona con peor carácter del mundo. Y no sabe cómo solucionarlo, porque nadie nunca le ha dicho que es bonita, que tiene unos ojos preciosos. Y nadie se lo ha dicho nunca porque tiene el peor carácter del mundo. Y tiene el peor carácter del mundo porque nadie se lo ha dicho nunca…
Conozco a la mujer con peor carácter del mundo. Y con menos empatía de la historia de la humanidad. Afortunadamente no tengo que sufrirla todos los días, no podría soportarla. Pero, para su desgracia, lo único que me inspira es lástima. Siento una pena terrible por ella y por su amargura. Porque en el fondo, aunque le dé una rabia terrible, sé que sufre, y ese sufrimiento produce una profunda lástima.

martes, 22 de marzo de 2011

Parole (y 3)


Fui saludando a todos y cada uno de los conocidos que en mi ruta me encontré, quitándome el sombrero con gran ceremonia y haciendo uso del gran don que me había sido concedido. Cada segundo nuevas palabras llegaban a mis labios,  y era capaz de emitir frases de gran opulencia verbal.
Prácticamente en una nube me fui acercando a la oficina, haciendo alarde de mi verborrea con todo aquel que me encontraba… De repente, en un portal anexo a mi lugar de trabajo, se encontraba sentado un hombre harapiento pidiendo limosna. Me pidió unas monedas, y yo me aproximé para informarme de sus cuitas y de cómo había llegado a ese estado.
El hombre respondió a todas mis preguntas, y ya cuando me iba, no pude resistir el impulso de contarle mi nueva adquisición, mi nueva riqueza, y decirle que el don de las palabras era el mayor don que se me había dado, y que si él fuera el dueño de todos esos vocablos, aún sin dinero, se sentiría rico.
El andrajoso abrió mucho los ojos, me miró fijamente y me dijo: “Muy señor mío, lo que le pasa a usted ¡es que es un pedante!”
Me quedé sin palabras. Se esfumaron. Todas.

lunes, 21 de marzo de 2011

Parole (2)


Me vestí y lentamente las fui guardando para quedarme con todas ellas. Aún no sabía como, pero tendría que utilizarlas en algún momento. ¿Para qué son si no las palabras? Las metí en el bolsillo de la chaqueta, en el del chaleco, y observé que al mismo tiempo que las metía en el bolsillo desaparecían, pero mi cerebro las guardaba. ¡Qué bien! Era como tener un diccionario permanentemente abierto y poder utilizar todas las palabras en su justo matiz y en el momento adecuado.
Así que en cuanto acabé de aprehender las palabras que aparecían por todos los rincones de mi habitación, me dirigí a la cocina donde mi mujer preparaba afanosamente el desayuno: "Buenos días de nuevo, amadísima esposa, Sulamita de mi corazón, ¿qué manjares tienes preparados para deshacer el ayuno que la noche y el descanso provocan?"
Mi mujer, sorprendida, puso frente a mí el mismo desayuno cotidiano, al cual no había renunciado desde mis primeros desayunos antes de ir a la escuela: un café, un croissant recién hecho y mermelada de arándanos.
De camino al trabajo, encontréme con la urbe que me hallo cotidianamente ante mis ojos, aunque ahora parecía que la veía con otros ojos. Y no es que la ciudad hubiera cambiado, sino que yo era capaz de hallar en mis palabras los matices que siempre habían estado ahí ante mí y no había sabido describir: ¡Qué gran tesoro el de las palabras que me había sido generosamente donado!

domingo, 20 de marzo de 2011

Parole (1)


Esta mañana me desperté rodeado de palabras. En el edredón, entre las sábanas, en las cortinas de mi habitación, colgadas del galán de noche… Todas las palabras estaban allí, todas, en mi habitación. Fue una gran sorpresa para mí, porque las palabras nunca han sido mi fuerte, y siempre me han faltado en los momentos en que más necesitado me veía de ellas, pero, sorprendentemente, estaban todas allí.
De todas formas me froté los ojos y me pellizqué para estar completamente seguro de que lo que me ocurría no era un sueño, ni una ensoñación propia de los amaneceres en los que uno ve cosas que realmente no están. Pero estaban, estaban, cerré los ojos, volví a abrirlos y seguían allí. Y entonces me asaltó una duda: ¿qué voy a hacer con todas estas palabras en mi habitación? ¿Cómo podré sacarlas de aquí y no perderlas?
Me giré en la cama para ver si mi mujer me podía ayudar a resolver ese enigma, pero ya se había levantado. Y me sorprendió, porque si ella hubiera visto todas esas palabras me habría despertado, ella me habría despertado gritando como si fuera la mañana de Reyes y la habitación estuviese llena de pequeños paquetes de regalos… A ella le gustan tanto las palabras… siempre está leyendo… Es más culta que yo, mucho más, sí señor…Se me ocurrió llamarla para darle la sorpresa. ¡Qué alegría se iba a llevar! Tanto como le gustan a ella las palabras… y las había de todos los tipos, todas estaban allí, todas, todas.
Pero entonces sucedió algo que no esperaba: ella no podía verlas. Entró en la habitación, abrió los ojos como platos cuando me vio embargado de emoción, y me preguntó si me encontraba bien… Me di cuenta de que ella no era capaz de verlas y pensé: son para mí. Alguien me ha enviado las palabras. Son todas mías.